Al cerrar los ojos volvió a escuchar esa frase rebotando por
todos los rincones de su mente. –Es la
única manera- le respondía a su psiquiatra. Apretó los ojos con fuerza y
derramó el último gramo de sal, deshaciéndose por sus mejillas. Al abrirlos,
después de las luciérnagas que se estrellaban contra su rostro, vio a la
enfermera con la maquinilla en la mano,
y ésta le preguntó: -¿está usted listo, señor Pérez? El señor Pérez suspiró profundo y respondió con voz apagada y solemne: -sí. La enfermera
comenzó a raparle toda la cabeza, y él se miraba en el espejo con lástima e
incomprensión. Por un momento se acordó de él, de su infancia, de cuando le
cortaba el pelo su tía, la peluquera, en aquel local de 10 metros cuadrados del
pueblo. Se acordó de sus padres, de su hermana, de sus amigos… y tuvo miedo. -¡Pare!- Gritó por fin. -¿Es necesario que me corten todo el pelo de la cabeza?-
Preguntó con tristeza el señor Pérez a la enfermera. –Es para facilitarle el
trabajo a los médicos- respondió, como quien le arrebata un caramelo a un niño
con dolor de tripa, la enfermera. Continuó el sonido taladrante de la
maquinilla. Al terminar, la enfermera barrió el pelo del suelo y sentó al señor
Pérez en una silla de ruedas. Al verlo cabizbajo y mirando al infinito,
insistió –aún puede echarse para atrás, señor Pérez. No tiene por qué
hacerlo si no quiere. –Tengo que hacerlo- dijo él, resoplando y aún mirando al
suelo. La enfermera dirigió la silla de ruedas del señor
Pérez hasta la sala de operaciones, lo tumbó en la camilla y preparó todos
los instrumentos. –En seguida vendrá el doctor. Nos vemos en un par de horas-
concluyó la enfermera mientras salía de la sala de operaciones.
El señor
Pérez miró al techo y se cegó con la luz blanca que le apuntaba. Cuando se
repuso miró a su alrededor. Estaba solo. Sobre una camilla fría y estrecha. La sala
no era muy grande, y contenía artilugios muy extraños. Había muchos enchufes,
máquinas que parecían salidas de una película de ciencia ficción, y al fondo a la izquierda una cristalera desde la que se suponía que alguien veía la
operación. Entonces se sintió aún más solo, porque sabía perfectamente que al
otro lado de esa cristalera no había nadie. Y así era. El señor Pérez había
tomado esa decisión por sí mismo, él solo, sin consultarlo con nadie más.
Había dicho que iba a estar de vacaciones, pues ciertamente entró con la maleta
en el centro, y es que no sabía cuánto tiempo de recuperación conllevaría tan
delicada intervención. Pérez suspiró un par de veces más y lloró. –Al menos
esto no va a doler. Va a dejar de doler.- Se convencía a sí mismo.
De repente
irrumpió el doctor en la sala y le saludó muy alegremente: –muy buenos días,
señor Pérez. ¿Qué le trae por aquí finalmente? No le vi muy convencido en la
consulta de hace un par de semanas-, trató de sacarle conversación mientras se
ponía los guantes y encendía las máquinas correspondientes. –Bueno, no sé, ya
sabe…el dolor se ha vuelto inaguantable. No puedo soportarlo más. Necesito que
las cosas cambien, y yo solo no tengo la fuerza de voluntad...- respondió el señor
Pérez, mientras el médico le colocaba alrededor de su cabeza aquella cinta
de nailon negra con cuatro solapas que se pegaron como imanes en la calva
recién estrenada del señor Pérez. –Pues no se preocupe, amigo, va a salir de
aquí siendo una persona nueva, ya verá- le animó el doctor. –Eso espero- concluyó el
señor Pérez. –Muy bien, señor Pérez, pues allá vamos- le advirtió el
doctor –cierre los ojos.
Pérez cerró los ojos y comenzaron las descargas. De
pronto, como en un escalofrío, volvió a recorrer su mente aquella frase de su
psiquiatra: -¿si pudiera, borraría de su mente todos esos recuerdos?- y su
respuesta firme: -sin lugar a dudas.- Luego visualizó la imagen de su madre, de
su padre, de su tía, de su hermana, sus amigos, sus compañeros del trabajo…
-¿qué estás haciendo?, -¿de verdad quieres olvidarte de todo, absolutamente de
todo…?-. Comenzaba a oler a quemado, las figuras de su mente se distorsionaban.
Un ruido de taladradora multiplicado por 100, más dos veces el de la maquinilla
se clavaban en sus tímpanos. Las imágenes seguían fluyendo por su mente.
Expirando por su mente, como si de un desagüe se tratara. Por un momento dudó. Pero luego recordó aquella canción que sonaba durante la fiesta de homenaje por la publicación de su primera
novela, y, de repente, el momento clave…cuando la conoció. Recordó su cama, su cuarto a medio arreglar, el golpe de éxtasis que llevaba
clavado en la mirada, el movimiento de su cuerpo al caminar. La noche bajo las
estrellas, los versos que le recitó, el Martini de las diez de la mañana, la
primera vez que la vio. La primera discusión, la primera reconciliación. La
primera decepción. La primera vez que despertó y no la encontró. La primera vez
de todo, que poco a poco se iba disolviendo y uniendo a la masa de recuerdos
que se fundían con cada descarga en cada rincón de su mente.
Y también cuando finalmente le
dejó: -no eres suficiente…. –he encontrado a alguien mejor… -no soy buena para
ti… -nuestra relación es autodestructiva… -tienes que olvidarte de mí… De
repente apareció, mirándole fijamente a los ojos, clavándole las estrellas con
las que aquel día le cegó. -¿Vas a olvidarte de mí?- le preguntaba con descaro aquel recuerdo vago de
aquella chica con el pelo largo, la sonrisa cautiva y actitud de rock and roll.
-¿De verdad vas a borrarme de tu cabeza?-
De pronto se dio cuenta de que la máquina había parado de taladrarle por un momento. Aún permanecía el olor a quemado, y el señor Pérez estaba absolutamente aturdido, con
los ojos entreabiertos y el cuero cabelludo completamente achicharrado. Se fue
el humo y una figura se perfiló. Ella estaba ahí, en la sala de operaciones.
Mientras avanzaba lenta y acompasadamente, con esas maneras tan características de siempre, hacia la camilla, el médico, al no poder pararla, gritaba histérico: -¿pero se puede saber qué hace
señorita? ¿Se da cuenta de que ha interrumpido una operación sumamente delicada
e importante? ¿Sabe usted el riesgo en que está poniendo al paciente?
¡Márchese, tenemos que terminar la intervención o las consecuencias podrían ser
inhumanas! -. Alterado, el médico salió de la sala a buscar ayuda. Ella se
acercó al señor Pérez, repitiendo su pregunta, con los ojos oceánicos de
tanto llorar: -¿de verdad vas a borrarme de tu vida, de todos tus recuerdos?-
El señor Pérez estaba anonadado, y la miró con desconcierto.
Ella le mostró el papel de propaganda del centro con la hora de
la cita. –Volví al apartamento a recoger un par de libros y lo vi sobre tu
mesilla.- Le explicó. -No puedo creerme que vayas a hacer esto.- dijo acariciando suavemente su cara. El señor Pérez comenzó a llorar y abrazó esa mano posada sobre su pálida y fría tez, pero en seguida entraron un par de seguratas en la sala y se llevaron a
la chica. Pérez veía cómo se marchaba y ella le susurró: -no lo hagas. El médico
regresó a la sala y retomando la operación comentó: -disculpe las molestias ocasionadas. No solemos tener
este tipo de inconvenientes. ¿La conocía? ¿Quién era ella?- y el señor Pérez,
con una tristeza inexplicable y un cierto tono de desgana, respondió: -no lo sé.