Poesía. Para la libertad, para el invierno y para la inmensa minoría que quiera entenderlo.
lunes, 20 de mayo de 2013
Microrrelato II
Se fue, y yo me quedé plantada en el mismo sitio en que
solía mirar cómo se marchaba; viendo sus pasos alejarse, su nuca carbonizada
rimando con sus ojos impenetrables, difuminándose por la comisura de las
escaleras. Y me quedé escuchando el tremendo eco de tristeza que desprende
cuando se aleja, con la imagen fija en la cabeza de su sonrisa torcida y pícara
envolviendo la piel blanca y tensa que abraza su figura espontánea y risueña.
Mientras todo ardía en mi incansable conciencia perturbante, nada escuchaba de
fuera. Tan solo resonaba esa voz tardía en mi cabeza tentándome cada vez más a
salir corriendo tras él. Y mientras todo pasaba, mientras el tiempo ocurría, yo
estaba ahí parada y él de camino a nosedónde y con nosequién. Y mientras lo
pensaba, mientras el tiempo se me escapaba, le perdía, y me descubrí apresurándome en su búsqueda, cual mosquito atontado que persigue el último esbozo de luz para vivir. Así que bajé deprisa las escaleras,
las mismas que él había dejado impregnadas con su rastro de perfume masculino. No me importaba tropezarme
con todas aquellas personas que se interponían en mi camino, los iba
zigzagueando como si de un examen de agilidad se tratase. Pero la gran masa de
gente intentando entrar en la facultad, mientras yo pretendía salir, me
impedían avanzar, ni deprisa ni despacio, simplemente no podía salir de aquel
tumulto empeñado en hacerme fracasar en mi búsqueda. Por fin conseguí colarme
entre toda esa gente, dada mi escasa estatura, y salí disparada persiguiendo
sus ojos profundos e infinitos. Ya me veía gritando su nombre, mientras él se
volvía y acudía deprisa a abrazarme. Nunca más le dejaría ir. Y esa eterna esperanza
sostenida únicamente en una absurda ilusión me mantuvo con fuerza para seguir
mi recorrido. Cuando me dispuse a cruzar el paso de cebra, que era como mi llegada a meta, el semáforo se puso en rojo, pero sin ningún reparo decidí jugarme la vida luchando contra aquellos coches que me pitaban e insultaban con bastante razón, por cierto. Pero nada importó. Bajé corriendo las escaleras de la boca de metro, cliqué el
billete y continué corriendo hasta llegar al andén uno. Mientras bajaba las últimas escaleras que me llevaban por fin a él, me tropecé y bajé rodando, lo cual me hizo más rápida la llegada, la verdad, aunque no más aparente. Al llegar al
último escalón me levanté, obviando a todos los preocupados por mi estado, a
los que se reían de mi estúpida caída y a ese pequeño río de sangre que había
empezado a surgir de mi rodilla. Y me aproximé de forma dulce y desenfrenada -algo desorientada todavía, he de reconocer- al
atisbo de esa entrañable nuca que cruzaba ya las puertas del vagón. Allí estaba
yo, con la mirada iluminada y la sonrisa preparada para gritar su nombre,
cuando de pronto se giró y la besó.
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