miércoles, 27 de noviembre de 2013

"No hay peros que valgan"

Yo nunca diría no,
y puede que tú nunca que sí.
Pero esa eterna rebeldía
de perseguirnos cada día
con el ansia de encontrarnos,
que no llega.
Pero esas ganas de callarte
con un beso como bala y
herida de guerra.
Pero esas estrellas en tu mirada,
rimando con tu cómplice sonrisa traviesa.
Pero esos enfados
tan “te querría aún más, si se pudiera”.
Pero yo dije no,
y tú que sí.
Pero yo ahora sí,
y tú ya no.
Pero ahora ya ninguno de los dos.
O puede que sí,
y que nunca no.

martes, 12 de noviembre de 2013

Espejo

Ni llueve,
ni hace frío
para ser cualquier día de noviembre.
Ella me está mirando,
y yo hace varias horas
que naufrago en sus ojos
intentando averiguar qué ha ocurrido en su mirada
para quedarse tiritando.
Es probable que tome sus manos,
le sonría
y le de un intenso beso en la mejilla;
y que ella se sonroje, y también sonría
apartando la vista.
No quiere mirarme, ni que la mire;
porque sabe que podría poner palabra
a la tristeza con que mira hacia la nada.
Y sabe que me muero por abrazarla,
pero ella no quiere regalarme uno
de sus abrazos, que son mis favoritos,
porque sabe lo que ocurre
cuando se aproximan dos almas
tan estrechamente conectadas:
se quedarán pegadas;
y puede que su fuego se deshiele
por los senos de su cara,
porque sabe que no me lo puede ocultar;
y que en mí podría encontrar
todo el calor y el amor
que probablemente necesita,
si se dejara...
Pero su orgullo es firme
y en seguida se aleja,
y pierde de nuevo su mirada
en esa inmensa nada
en la que ahora yo también naufrago
intentando alcanzarla.

P.D: a esas personas con las que hablamos a veces sin decir nada, que tanto conoces y te conocen, y cuya tristeza nos resulta aun más honda que la nuestra. Porque somos mutuamente imprescindibles. 

sábado, 9 de noviembre de 2013

Microrrelato III

“Querida Amapola:

Me llamo Redondito, y creo que no puedo vivir sin ti.” -¡No, no; eso no! Y volvió a arrugar la hoja seca sobre la que escribía. Era el quinto intento de escribir una declaración de amor. Se llamaba Redondito, era muy bajito, rechoncho, vestía un peto de cuerpo entero, tenía la nariz grande  y cara de pocos amigos. Como todos los duendes, Redondito tenía un don, pero todavía no había averiguado cual. Lo andaba buscando desde que era bien pequeño, casi el mismo tiempo que lleva enamorado de Amapola, el hada encargada de sembrar la primavera en su época correcta. No, no, su don no es el de enamorarse. Como podéis apreciar, tampoco lo es el de escribir. El duende Redondito pasaba todo el día buscando su don, lo había probado todo: el agua, la fuerza, la alegría, la suerte, el amor…pero nada. No aparecía por ningún sitio. Así que mientras encontraba su don, se dedicaba a ayudar a sus demás compañeros con los suyos, desde transportar los copos de nieve de las nubes al suelo a liberar a algún animal que se quedaba atrapado en algún cepo, desde componer las melodías que susurraban los pájaros, a devolver la alegría y la estabilidad a los hombres. Redondito era tan servicial y bueno que hasta parecía un ángel; y no le importaba perder su tiempo de búsqueda por ayudar a sus amigos. Era tan pequeño y tenía un corazón tan grande que todo él era corazón. Pero pasaba el tiempo y él seguía sin encontrar su don y seguía cada día más enamorado de Amapola. Se dedicaba a mirarla de lejos, sin decir nada, porque creía que ella era demasiado hermosa y que nunca se fijaría en él, además él no poseía ningún don, por lo tanto no tenía nada que ofrecerle. Y cuando Amapola se acercaba a saludarle, él se ponía tan rojo como la flor que daba nombre a su amada y se iba corriendo sin decir nada. Una de las veces que salió corriendo se encontró con el duende encargado de la estación del frío, y Redondito le contó su problema. El duende del frío le sugirió que quizá el problema fuese que estar enamorado de Amapola le despistaba tanto que por eso no encontraba su don; así que Redondito se propuso no volver a salir de su hogar hasta que encontrase su don. Así pasaba el tiempo, y el don de Redondito no aparecía por ningún sitio, y se desesperó tanto que llegó a pensar que no tenía ninguno, y cada vez se sentía más triste y apagado, pues por lo visto a los duendes lo que les mantiene con energía es saber que son útiles para algo, el llevar su don a cabo; y si redondito no tenía don, no tenía energías ni para salir de su cama. Al poco tiempo sus amigos empezaron a estar preocupados, así que fueron a visitarlo, y se quedaron enormemente sorprendidos cuando Redondito les dijo que no tenía don, porque para su sorpresa ellos respondieron: -¿cómo que no tienes don? ¡Pero si tu don es el mejor de todos! Y Redondito, realmente enfadado porque pensaba que se estaban burlando de él, dijo: -¿y qué don es ese que tanto admiráis? Y ellos respondieron a coro: ¡ayudar! Y en ese momento fue que a Redondito se le iluminaron los ojos y se dio cuenta de que su don había estado con él desde siempre. Así que salió corriendo de casa, lleno de fervor y alegría, dispuesto a declararle su amor a Amapola de una vez por todas; pero cuando llegó vio que en todo ese tiempo que había estado encerrado en casa tratando de encontrarse a sí mismo, Amapola se había casado con Copo, el duende del frío, quien le había aconsejado que se quedase en casa para encontrar su don. Y su decepción y tristeza fue tan grande, que se le rompió el corazón, y como él era tan pequeño y su corazón tan grande, que él era solo corazón; él mismo quedó roto en mil pedazos.