Recogí
de forma rápida pero eficaz todos los trastos en torno a las nueve menos
cuarto. Había sido una tarde larga y productiva de trabajo sin descanso en la
biblioteca de la facultad. Estaba contenta porque por fin me habían mandado un
estudio sobre uno de mis escritores favoritos, y eso me había motivado mucho a
seguir en la carrera que hasta entonces no estaba tan segura de haber elegido.
Pero para qué engañarnos, ese día era un muy buen día, un poco mejor que los
demás. Habíamos quedado a las 21.30 en la salida del metro de Ciudad Universitaria,
en teoría un punto intermedio, aunque no tan cerca de mi facultad como de la
suya. Por fin, por fin había llegado el momento, el de vernos a solas y sin
ataduras, que definiría por fin la situación, nuestra situación. Así que a las
nueve menos diez con todo en orden estaba en el baño de mi facultad,
retocándome. Ese día me había echado en el bolso un mini cepillo de dientes, mi
perfume favorito y un pequeño estuche de maquillaje, además de mi pluma, mi
libreta y mis ibuprofenos correspondientes. Quería estar perfecta; casi lo
estaba. Sí, es un tópico femenino muy real, lo reconozco, pero no el de la
impuntualidad, pues yo estuve en el punto de encuentro quince minutos antes de
la hora establecida. Tampoco es que haya mucho paseo desde Filología hasta
allí. Estaba oscuro y hacía frío, como se espera de un 21 de enero por la
noche. Pero me mantenía despierta el recuerdo de sus ojos infinitos reflejando
las frías y lejanas estrellas del cielo claro de esa noche. Allí estaba,
repasando cada uno de los versos de mi autor favorito mientras imaginaba cómo
iba a recitárselos al oído. Y pasaba el tiempo, y yo no me daba cuenta. Y
dieron las once y media, y él no apareció. En ese momento escuché los versos de
Neruda al son de los cristales de mis ojos rompiéndose contra mi pecho. De
repente se fundió la luz en toda la Ciudad Universitaria, incluida la del
metro. Me supuse que se trataba de alguna avería, así que decidí esperar. Pero
el cielo se fue cubriendo y la luz de la luna dejó de acompañarme. Me entró
miedo, y al divisar de pronto un pequeño atisbo de luz, me dirigí hacia él como
un mosquito atontado, adentrándome en el campus de no sé qué facultad, la
verdad. Al llegar vi que se trataba de una luz de una potente linterna de
patio, que estaba encendida sin nadie alrededor. Estaba yo sola, y empecé a
escuchar ruidos y el roce de unos zapatos arrastrándose por la tierra
acompañados de un silbido. Pensé -“típico”- para mí misma, y todavía conservé
una pequeña esperanza en que fuese él quien se dirigía hacia mí a taparme
suavemente los ojos y decirme alguna cursilería al oído, en un compás tan
tranquilo que resultaba inquietante. Era mucho más probable que no fuese él,
sino un completo desconocido, y como estaba yo sola y siempre he sido muy
miedosa decidí dejarme de ilusiones adolescentes y volverme a la entrada del
metro, confiando en que esa poca luz de la potente linterna de jardín sería
suficiente para saber llegar. Desde allí me pareció que ya se iluminaba de
nuevo alguna farola, así que comencé a andar dirección boca del metro antes de
que apareciese nadie. Pero a medida que avanzaba seguía escuchando los pasos
acercarse, así que empecé a correr, y a escuchar cómo los pasos también se
apresuraban detrás de mí. Al ver que la arena de esos pasos empezaba ya a
cubrir mis zapatos, comencé a gritar desenfrenadamente, como si me fuera la vida
en ello. Por un momento me volví para ver quién era mi supuesto adepto, sin
embargo no descubrí a nadie. Pero al volverme de frente para seguir mi camino
me caí sobre una especie de superficie un poco más alta que un escalón habitual,
y al alzar la vista me topé con unos ojos misteriosos y agresivos y una mano
estirada tratando de alcanzarme desde lo alto de un jinete. Y lejos de pensar
que se trataba de mi príncipe azul, me levanté muy deprisa, sentí un golpe seco
y fuerte en la nuca, e ipso facto desvanecí.
P.D: Siempre hay una primera vez para todo. Bienvenida a mi vida, Prosa.
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