jueves, 23 de mayo de 2013

Te hablo con el corazón, es lo único que tengo.

Ayer. Ayer te miré, te abracé, te besé, apreté tus manos, muy fuerte, y nos prometimos que nunca se separarían. Ayer te quise tanto, que quise que ayer fuese eterno. Pero ayer ya no es hoy. Ni mañana. Ayer se ha ido, llevándose con él la certeza de que seguiremos siendo tú y yo, igual que ayer, hoy y mañana. Las palabras también pueden ser eternas si queremos que lo sean. Y yo ayer, ayer las grabé para siempre en las estrellas. Pero ayer se ha ido, junto a todos los periódicos tirados a la basura, ya dispuestos a ser reciclados para hacer otros nuevos. Y ahora me pregunto si la eternidad permanece habiendo sido prometida en un día con fecha de caducidad. Yo no quiero que nuestro amor sea de reciclaje. Y no quiero que nunca lo tiremos. Y no hay nada que me lo asegure. Quizá solo ese miedo a confesarte que hoy te quiero un poco más que ayer, pero siempre menos que mañana. Porque sé que puede que llegue un mañana en que no estés. Pero tu ausencia tampoco durará para siempre. Solo permanecerán mis palabras, en la continuidad de un ayer, un hoy y un mañana, en el que te quiero siempre y pase lo que pase; porque lo prometí en un día con fecha de caducidad.

P.D: A los míos.

lunes, 20 de mayo de 2013

Microrrelato II

Se fue, y yo me quedé plantada en el mismo sitio en que solía mirar cómo se marchaba; viendo sus pasos alejarse, su nuca carbonizada rimando con sus ojos impenetrables, difuminándose por la comisura de las escaleras. Y me quedé escuchando el tremendo eco de tristeza que desprende cuando se aleja, con la imagen fija en la cabeza de su sonrisa torcida y pícara envolviendo la piel blanca y tensa que abraza su figura espontánea y risueña. Mientras todo ardía en mi incansable conciencia perturbante, nada escuchaba de fuera. Tan solo resonaba esa voz tardía en mi cabeza tentándome cada vez más a salir corriendo tras él. Y mientras todo pasaba, mientras el tiempo ocurría, yo estaba ahí parada y él de camino a nosedónde y con nosequién. Y mientras lo pensaba, mientras el tiempo se me escapaba, le perdía, y me descubrí  apresurándome en su búsqueda, cual mosquito atontado que persigue el último esbozo de luz para vivir. Así que bajé deprisa las escaleras, las mismas que él había dejado impregnadas con su rastro de perfume masculino. No me importaba tropezarme con todas aquellas personas que se interponían en mi camino, los iba zigzagueando como si de un examen de agilidad se tratase. Pero la gran masa de gente intentando entrar en la facultad, mientras yo pretendía salir, me impedían avanzar, ni deprisa ni despacio, simplemente no podía salir de aquel tumulto empeñado en hacerme fracasar en mi búsqueda. Por fin conseguí colarme entre toda esa gente, dada mi escasa estatura, y salí disparada persiguiendo sus ojos profundos e infinitos. Ya me veía gritando su nombre, mientras él se volvía y acudía deprisa a abrazarme. Nunca más le dejaría ir. Y esa eterna esperanza sostenida únicamente en una absurda ilusión me mantuvo con fuerza para seguir mi recorrido. Cuando me dispuse a cruzar el paso de cebra, que era como mi llegada a meta, el semáforo se puso en rojo, pero sin ningún reparo decidí jugarme la vida luchando contra aquellos coches que me pitaban e insultaban con bastante razón, por cierto. Pero nada importó. Bajé corriendo las escaleras de la boca de metro, cliqué el billete y continué corriendo hasta llegar al andén uno. Mientras bajaba las últimas escaleras que me llevaban por fin a él, me tropecé y bajé rodando, lo cual me hizo más rápida la llegada, la verdad, aunque no más aparente. Al llegar al último escalón me levanté, obviando a todos los preocupados por mi estado, a los que se reían de mi estúpida caída y a ese pequeño río de sangre que había empezado a surgir de mi rodilla. Y me aproximé de forma dulce y desenfrenada -algo desorientada todavía, he de reconocer- al atisbo de esa entrañable nuca que cruzaba ya las puertas del vagón. Allí estaba yo, con la mirada iluminada y la sonrisa preparada para gritar su nombre, cuando de pronto se giró y la besó.

martes, 7 de mayo de 2013

Microrrelato I

Recogí de forma rápida pero eficaz todos los trastos en torno a las nueve menos cuarto. Había sido una tarde larga y productiva de trabajo sin descanso en la biblioteca de la facultad. Estaba contenta porque por fin me habían mandado un estudio sobre uno de mis escritores favoritos, y eso me había motivado mucho a seguir en la carrera que hasta entonces no estaba tan segura de haber elegido. Pero para qué engañarnos, ese día era un muy buen día, un poco mejor que los demás. Habíamos quedado a las 21.30 en la salida del metro de Ciudad Universitaria, en teoría un punto intermedio, aunque no tan cerca de mi facultad como de la suya. Por fin, por fin había llegado el momento, el de vernos a solas y sin ataduras, que definiría por fin la situación, nuestra situación. Así que a las nueve menos diez con todo en orden estaba en el baño de mi facultad, retocándome. Ese día me había echado en el bolso un mini cepillo de dientes, mi perfume favorito y un pequeño estuche de maquillaje, además de mi pluma, mi libreta y mis ibuprofenos correspondientes. Quería estar perfecta; casi lo estaba. Sí, es un tópico femenino muy real, lo reconozco, pero no el de la impuntualidad, pues yo estuve en el punto de encuentro quince minutos antes de la hora establecida. Tampoco es que haya mucho paseo desde Filología hasta allí. Estaba oscuro y hacía frío, como se espera de un 21 de enero por la noche. Pero me mantenía despierta el recuerdo de sus ojos infinitos reflejando las frías y lejanas estrellas del cielo claro de esa noche. Allí estaba, repasando cada uno de los versos de mi autor favorito mientras imaginaba cómo iba a recitárselos al oído. Y pasaba el tiempo, y yo no me daba cuenta. Y dieron las once y media, y él no apareció. En ese momento escuché los versos de Neruda al son de los cristales de mis ojos rompiéndose contra mi pecho. De repente se fundió la luz en toda la Ciudad Universitaria, incluida la del metro. Me supuse que se trataba de alguna avería, así que decidí esperar. Pero el cielo se fue cubriendo y la luz de la luna dejó de acompañarme. Me entró miedo, y al divisar de pronto un pequeño atisbo de luz, me dirigí hacia él como un mosquito atontado, adentrándome en el campus de no sé qué facultad, la verdad. Al llegar vi que se trataba de una luz de una potente linterna de patio, que estaba encendida sin nadie alrededor. Estaba yo sola, y empecé a escuchar ruidos y el roce de unos zapatos arrastrándose por la tierra acompañados de un silbido. Pensé -“típico”- para mí misma, y todavía conservé una pequeña esperanza en que fuese él quien se dirigía hacia mí a taparme suavemente los ojos y decirme alguna cursilería al oído, en un compás tan tranquilo que resultaba inquietante. Era mucho más probable que no fuese él, sino un completo desconocido, y como estaba yo sola y siempre he sido muy miedosa decidí dejarme de ilusiones adolescentes y volverme a la entrada del metro, confiando en que esa poca luz de la potente linterna de jardín sería suficiente para saber llegar. Desde allí me pareció que ya se iluminaba de nuevo alguna farola, así que comencé a andar dirección boca del metro antes de que apareciese nadie. Pero a medida que avanzaba seguía escuchando los pasos acercarse, así que empecé a correr, y a escuchar cómo los pasos también se apresuraban detrás de mí. Al ver que la arena de esos pasos empezaba ya a cubrir mis zapatos, comencé a gritar desenfrenadamente, como si me fuera la vida en ello. Por un momento me volví para ver quién era mi supuesto adepto, sin embargo no descubrí a nadie. Pero al volverme de frente para seguir mi camino me caí sobre una especie de superficie un poco más alta que un escalón habitual, y al alzar la vista me topé con unos ojos misteriosos y agresivos y una mano estirada tratando de alcanzarme desde lo alto de un jinete. Y lejos de pensar que se trataba de mi príncipe azul, me levanté muy deprisa, sentí un golpe seco y fuerte en la nuca, e ipso facto desvanecí. 
P.D: Siempre hay una primera vez para todo. Bienvenida a mi vida, Prosa.

jueves, 2 de mayo de 2013

"Erase una vez la historia de una herida"

Le dijiste adiós
con la sonrisa partida
y el corazón en la mano.
Luego agachaste la mirada
y en un vaivén de dolor y rabia
te apresuraste por aquel pasillo interminable.
Y él, clavando su mirada en tu alma,
se despidió sin parpadear
con su voz fría y contundente.
Te marchaste, y el ambiente se contaminó
de tristeza y conversaciones pendientes.
Dime por qué, por qué se empapó tu alegría
con las mismas lágrimas de miel y de antes.
Él nunca merecería sentir el calor de tu risa
y de tus ásperas manos intocables.
No le nombres, no le huelas, no le recuerdes.
Que desaparezca para siempre.
Y que se sienta culpable
de no haber sabido quererte hasta que sangre.
Como tú le quisiste,
hasta quedarte sin estrellas y sin aire.
Y bien que lo supo la tierra,
resentida e indomable
durante aquel largo y no tan frío invierno,
agridulce y rebosante de recuerdos inolvidables.
Tantos abrazos intentando curarte,
tantos besos y palabras en balde,
tanto mirarte y cuidarte,
tanto quererte, incluso amarte.
Y tantos tantos, que ninguno fue capaz de hacerte olvidarle.

miércoles, 1 de mayo de 2013

Indigestión


Fuego es lo que producen las chispas que saltan cuando nos miramos. Cuando me tocas. Cuando las finas yemas de tus dedos se posan sobre mis ásperas tiras de piel ardidas de miedo y angustia. Cuando tu tacto traspasa la fría barrera que separa cabeza y corazón. Cuando el calor de tu sonrisa se posa sobre mis párpados y siento desvanecer entre trocitos de cielo y miel. Exceso de azúcar, diabetes espontánea, jaqueca de ternura. Demasiada dulzura para tanta sed.