Me llamo Redondito, y creo que no puedo vivir sin ti.” -¡No,
no; eso no! Y volvió a arrugar la hoja seca sobre la que escribía. Era el
quinto intento de escribir una declaración de amor. Se llamaba Redondito, era
muy bajito, rechoncho, vestía un peto de cuerpo entero, tenía la nariz
grande y cara de pocos amigos. Como todos
los duendes, Redondito tenía un don, pero todavía no había averiguado cual. Lo
andaba buscando desde que era bien pequeño, casi el mismo tiempo que lleva
enamorado de Amapola, el hada encargada de sembrar la primavera en su época
correcta. No, no, su don no es el de enamorarse. Como podéis apreciar, tampoco
lo es el de escribir. El duende Redondito pasaba todo el día buscando su don,
lo había probado todo: el agua, la fuerza, la alegría, la suerte, el amor…pero
nada. No aparecía por ningún sitio. Así que mientras encontraba su don, se dedicaba
a ayudar a sus demás compañeros con los suyos, desde transportar los copos de
nieve de las nubes al suelo a liberar a algún animal que se quedaba atrapado en
algún cepo, desde componer las melodías que susurraban los pájaros, a devolver
la alegría y la estabilidad a los hombres. Redondito era tan servicial y bueno
que hasta parecía un ángel; y no le importaba perder su tiempo de búsqueda por
ayudar a sus amigos. Era tan pequeño y tenía un corazón tan grande que todo él
era corazón. Pero pasaba el tiempo y él seguía sin encontrar su don y seguía
cada día más enamorado de Amapola. Se dedicaba a mirarla de lejos, sin decir
nada, porque creía que ella era demasiado hermosa y que nunca se fijaría en él,
además él no poseía ningún don, por lo tanto no tenía nada que ofrecerle. Y
cuando Amapola se acercaba a saludarle, él se ponía tan rojo como la flor que
daba nombre a su amada y se iba corriendo sin decir nada. Una de las veces que
salió corriendo se encontró con el duende encargado de la estación del frío, y Redondito
le contó su problema. El duende del frío le sugirió que quizá el problema fuese
que estar enamorado de Amapola le despistaba tanto que por eso no encontraba su
don; así que Redondito se propuso no volver a salir de su hogar hasta que
encontrase su don. Así pasaba el tiempo, y el don de Redondito no aparecía por
ningún sitio, y se desesperó tanto que llegó a pensar que no tenía ninguno, y
cada vez se sentía más triste y apagado, pues por lo visto a los duendes lo que
les mantiene con energía es saber que son útiles para algo, el llevar su don a
cabo; y si redondito no tenía don, no tenía energías ni para salir de su cama.
Al poco tiempo sus amigos empezaron a estar preocupados, así que fueron a
visitarlo, y se quedaron enormemente sorprendidos cuando Redondito les dijo que
no tenía don, porque para su sorpresa ellos respondieron: -¿cómo que no tienes
don? ¡Pero si tu don es el mejor de todos! Y Redondito, realmente enfadado
porque pensaba que se estaban burlando de él, dijo: -¿y qué don es ese que tanto
admiráis? Y ellos respondieron a coro: ¡ayudar! Y en ese momento fue que a
Redondito se le iluminaron los ojos y se dio cuenta de que su don había estado
con él desde siempre. Así que salió corriendo de casa, lleno de fervor y
alegría, dispuesto a declararle su amor a Amapola de una vez por todas; pero
cuando llegó vio que en todo ese tiempo que había estado encerrado en casa
tratando de encontrarse a sí mismo, Amapola se había casado con Copo, el duende
del frío, quien le había aconsejado que se quedase en casa para encontrar su
don. Y su decepción y tristeza fue tan grande, que se le rompió el corazón, y
como él era tan pequeño y su corazón tan grande, que él era solo corazón; él
mismo quedó roto en mil pedazos.
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